Los sentimientos de una madre que debe dejar a su hijo en manos de otros cuidadores recogidos en una carta abierta. Una separación necesaria, terapéutica pero dolorosa. La incertidumbre y el medio. Son situaciones muy habituales en las familias que cuidan a chicos y chicas que han sufrido adversidad en su infancia. De ahí el valor de su testimonio y la cvalentía del mismo.
Carta abierta a los nuevos cuidadores de mi hijo
No sin un profundo desgarro, acabo de dejar a mi hijo adolescente, al que adoro, en vuestras manos.
Ahora debe estar muy enfadado conmigo por haberle traicionado al llevarle allí en contra de su voluntad. Hace varios días que no sé nada de él, e ignoro cuando volveré a verle o a hablar con él. Desde que se fué siento un profundo vacío, en mi vida y en mi interior, que debo aprender a ir llenando poco a poco.
También siento miedo. Miedo a lo que pasará en el futuro, a no saber si le he perdido para siempre, a cómo se sentirá él allí en sus ratos de soledad, a no poder estar cerca para consolarle y animarle a seguir tras sus crisis, como he hecho siempre. Miedo a no saber si lo sembrado durante 15 años, con mimo y cuidado, dará algún día su fruto. Porque el cariño es imprescindible, pero no basta.
Entiendo, respeto y hasta admiro que vosotros, profesionales, no necesitéis que yo os cuente nada sobre él. Ni siquiera leer sus informes médicos. Puedo entender que las familias, en cierta medida, hasta podamos resultaros “molestas”, sobre todo al principio. Me consta que preferís ir descubriéndole vosotros poco a poco, evitando así los pre-juicios y las profecías autocumplidas. Y yo prefiero que os dediquéis a él antes que a mí. Y me esforzaré en integrar vuestros métodos y en aprender a soltar, confiando en vosotros y aguantándome las ganas de contaros y de preguntaros sobre él en el futuro.
Solo que para lograrlo necesito escribiros esta única carta, una sola vez, donde os diga lo esencial, lo que no me puedo callar. Aunque nunca la leáis.
Primero deciros que nunca pensé que llegaría a este punto de “entregaros” a mi hijo. Es como un salto al vacío, un paso que cuesta mucho dar a los padres. Estoy segura de que casi ninguno lo damos egoístamente, para librarnos de “un problema”, como podría ser percibido desde el exterior. Más bien es todo lo contrario, desprenderse de quien se ama pensando que es por su bien, puede llegar a ser un enorme acto de generosidad y de amor. Paradójicamente ese sentimiento me une hoy más que nunca a esas madres biológicas que un día deciden dar a sus hijos en adopción, pensando que es lo mejor para ellos.
Yo acabo de saltar al vacío. Y puedo decir a los que están en el borde de ese abismo que es un paso muy difícil, pero que se da más fácilmente cuando llega un día, de repente, en el que sientes con total claridad que tu hijo estaría mejor en otro lugar que
conviviendo contigo. No sé bien como llega ese día, seguramente para eso se deben dar dos requisitos simultáneamente:
- Una convivencia inexistente o deteriorada hasta el punto de estar poniendo en riesgo su propia salud física y/o mental, o la de las personas que conviven con él. Y de una manera continuada aunque sea intermitente. Cuando hay otros hermanos o hermanas en casa, como es mi caso, esta valoración resulta aún más delicada.
- Tener una opción mejor. Conocer un lugar donde pienses que estará bien atendido, tengan plaza disponible y sea asequible económicamente. Yo no había encontrado hasta ahora nada que se acercara mínimamente a lo deseable, ni
en lo privado ni en lo público. Así que, independientemente de lo que ocurra a partir de ahora, ya os doy las gracias por existir y por aceptar ocuparos de mi hijo en los próximos meses.
Como muchos otros niños adoptados (no todos), y también muchos otros no adoptados pero sí maltratados en su primera infancia (o no bien tratados que es parecido), mi hijo sufre de algo llamado trastorno de apego, según algunos especialistas, y de trastorno del espectro alcohólico fetal, según las últimas tendencias. Y somos de las pocos privilegiados que tienen no un diagnóstico, sino dos. La mayoría se tiene que conformar con ese saco roto donde todo cabe que es el TDAH.
No sé cuál es el nombre correcto de lo que le pasa a mi hijo, y tampoco me importa. Desgraciadamente en esta sociedad lo no nombrado, no existe, y un nombre hay que ponerle para que nos hagan caso. Aún así, cuesta mucho que nos lo hagan mientras no se trate de un nombre reconocido y aceptado en el entorno médico, educativo y judicial. Ninguno de esos nombres todavía lo está, aunque desde asociaciones como Petales y otras parecidas ya estamos en el camino de la lucha para conseguirlo.
Para mí el nombre es lo de menos, y sé que a vosotros tampoco os importa. Pero sí necesito deciros, aunque seguramente ya lo sabéis, que no es lo mismo un trastorno de conducta pasajero en un adolescente que fue un niño bien atendido en su infancia, que un trastorno del neurodesarrollo desde el principio de una vida, provocado por un maltrato, seguramente no intencionado. Esta anomalía en su desarrollo, ha existido desde el principio y probablemente existirá para siempre en mayor o menor medida. Y afecta a muchas áreas: capacidad de aprendizaje, de regulación emocional, habilidades sociales, niveles altos de ansiedad y de percepción de amenaza, capacidad de confiar en el otro y de tomar decisiones adecuadas, falta de control de impulsos, necesidad de gratificación inmediata, etc…
Muchos de estos niños, demasiados, llegan a la adolescencia con una capacidad cognitiva mermada (o no, algunos son muy inteligentes), pero sobre todo con graves problemas de socialización y comportamiento. Tienen problemas depresivos, de
ansiedad, de no comprender lo que les sucede, y se sienten tan infelices que se ponen en riesgo permanente. Serios problemas con drogas o comportamientos sexuales inadecuados que solo buscan “anestesiar su dolor” y ser aceptados, lo que casi siempre consiguen en la calle, en grupos de riesgo y delincuencia. Tragan con todo para ser aceptados. Su vida se les va de las manos, no preveen el riesgo, no aprenden de sus errores, no manejan el dinero. Se escapan de casa durante días cuando se desregulan por algún motivo, a veces invisible para los demás, huyendo de sí mismos. Eso sí, luego vuelven porque saben que su familia es su lugar más seguro, donde al menos pueden soltar su frustración “a salvo”, aunque a veces sea de forma agresiva. Y entonces se dan cuenta, no solo de que ellos sufren, sino de que hacen sufrir a los que quieren. Y sienten una vez más que su vida no vale nada… Ser testigo de ese sufrimiento no es tan duro como vivirlo, pero también hace sufrir.
Ya se ha probado científicamente que el neurodesarrollo queda afectado por la adversidad temprana. En mi opinión poco importa el origen o el factor desencadenante de dicha adversidad (abuso sexual, uso de tóxicos en embarazo, violencia, ausencia de figura de apego estable y segura, malnutrición, etc). El resultado es muy parecido en todos ellos porque todos ellos impactan a un ser humano muy vulnerable en un momento crucial de su desarrollo. Además de devastador, el efecto de dicha adversidad es invisible de cara el exterior. Y esa invisibilidad hace que no sean atendidos en su justa medida desde el principio. Ni por la familia, ni por la sociedad, ni por un sistema educativo obsoleto y competitivo que se convierte en su peor verdugo. Una capacidad diferente, que en lugar de ser atendida es ignorada, acaba convirtiéndose en rechazo, en sensación de no valer, en problemas de salud mental, en adicciones para huir de una dura realidad y finalmente, en delincuencia cuando no en suicidio. Es duro decirlo, pero esta sociedad está criminalizando a las víctimas de una adversidad temprana en lugar de reconociendo su daño y poniéndole remedio.. Y es mejor unir buscando soluciones al problema, que separar según el origen del mismo.
Mi hijo, como muchos otros chavales, es una de esas víctimas. La ley y el sistema de salud les considera y trata como mayores de edad, sin tener en cuenta que su edad mental y emocional es casi de la mitad. A veces, incluso parece que la única solución sea que cometan un delito leve para que se les abra alguna puerta. Cuando una buena prevención desde el inicio sería mucho mejor para todos.
Las familias adoptivas quizá visualizamos más fácilmente este drama social oculto de la no adecuada atención a la infancia y sus consecuencias. La adopción en sí misma ya evidencia esa adversidad temprana, que en otros casos queda oculta,porque culpabiliza. Los padres adoptivos podemos “responsabilizar” a otros de haberla provocado. Claro que la adopción por otro lado lo complica , porque además del efecto de esa adversidad, muchas veces grave y multifactorial, se une el tema del abandono, el puto abandono que siempre está ahí. Y de la identidad, del racismo, de la ambivalencia amor/odio a la familia biológica y adoptiva…
No soy profesional como vosotros, pero mis años de experiencia con mis dos hijos adoptivos y las muchas familias adoptivas que me rodean desde hace años me aseguran que lo de siempre, lo puramente conductista, no funciona con nuestros hijos. Son niños dañados, que quieren pero no pueden, y que necesitan ser queridos, aceptados y comprendidos en su dolor. Y además vislumbrar la posibilidad de llevar una vida digna y medianamente feliz. Porque ellos tienen grandes cualidades, y muchas, y tienen mucho que ofrecer a la sociedad. Pero se van quedando en el camino ante la inmensa presión de “no estar a la altura”.
Lleva mucho tiempo comprenderles, son ambivalentes y confunden a familias, profesores, psicólogos, pediatras e iguales durante mucho tiempo. Tras años de lucha y unión de varias asociaciones de padres de varios países, ya empezamos a encontrar algunas respuestas y conclusiones, aunque aún nos queda mucho camino por recorrer. Yo personalmente creo que las relaciones afectivas significativas y el reconocimiento y aceptación de su “distinta – capacidad”, por ellos mismos y por su entorno, son las claves para salir adelante.
Seguro que vosotros tenéis ya muchas respuestas por vuestra experiencia acumulada de estos años. Y me consta que sois únicos, que vais adelantados a vuestro tiempo, que en vuestra casa se habla el lenguaje del amor en mayúsculas, que sois vocacionales, que no os importa ganar dinero, y que os dejáis los cuernos por vuestros chavales. Sin duda os faltarán cosas por aprender y pulir, como a todos, pero a mí con eso ya me vale para poner a mi hijo en vuestras manos. Sois nuestra gran esperanza. Y quiero daros las gracias por haberos encontrado y por habernos hecho un hueco en vuestra casa.
Por eso me atrevo a pediros una sola cosa: unámonos familias y profesionales, caminemos juntos en lugar de cada uno por su lado. Necesitamos ser muchos para sacarles adelante. Formemos esa tribu que ellos necesitan para sostenerse.
Y por favor, sobre todo, queredle mucho, incondicionalmente. Y decidle todas las veces que podáis, que nosotros también le queremos.
Gracias al Centro Escuela Santiago Uno
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