Miedo…
Domingo,8.30 de la mañana. Temporal de Levante.
Estoy solo, mientras la lluvia resuena en el techo del coche, mirando al mar embravecido.
Ninguno de mis compañeros ha venido hoy.
No me encuentro muy bien, me duele la garganta.
Sólo pensar ponerme en bañador y meterme en el agua me da escalofríos.
¿Que hago yo aquí sólo, a esta hora, considerando la remota posibilidad de meterme en el agua?
Salgo fuera del coche, y bajo la lluvia, me acerco a la orilla.
La vista es desoladora. Olas grises de espuma blanca y rizada se desmelenan entre las piedras y se desparraman en la arena con violencia inusitada.
Esta claro que hoy, todo me invita a irme a desayunar.
Es peligroso nadar así. Y más aún, sólo.
No me puedo permitir el lujo de poner en riesgo mi vida, por mi familia, por mi hijo, que me necesitan.
Además, seguro que meterme me empeorará la garganta. Si me pongo malo, no podré seguir entrenando durante algún tiempo.
Vuelvo al coche con la cabeza gacha y con la invitadora idea de un café calentito y un bocadillo. Arranco, incluso, el motor.
Y de repente, me doy cuenta que todo lo que me pasa es que tengo miedo.
Tengo un miedo mayúsculo, inconmensurable.
Y lo que es peor. Es un miedo inconcreto, indeterminado.
Tengo miedo de las olas. Tengo miedo de que mi vida no tenga sentido. Tengo miedo de que mi hijo no consiga superar su trastorno y poder ser feliz en la vida. Tengo miedo de lo que opinen los demás. Tengo miedo de morir, dejando todo por hacer.
¡Tengo tanto miedo! ¡A tantas cosas!
Pero me doy cuenta de que a lo que más miedo le tengo, es precisamente al MIEDO.
Tengo miedo de que me paralice. De que me bloquee. Que me impida ser yo mismo, para mi y para los demás.
Y decido que hoy no va a vencer el miedo.
Se que si dejo que venza hoy, se hará mas fuerte. Y no lo quiero en mi vida.
Así que, contra todo sentido y razón, me pongo el bañador, las gafas y el gorro.
Y así, cruzo la playa descalzo entre la lluvia, y me lanzo al agua fría.
Tras cruzar la primera barrera de olas rompientes con esfuerzo, consigo llegar a una zona pacífica.
Aqui, las olas, aun siendo grandes, no me impiden nadar. Antes al contrario, son juguetonas ondulaciones que me mecen, cariñosas, mientras nado.
Tras una hora, y entumecido por el frío, llego de nuevo al punto de partida, y salgo aprovechando el impulso de las olas.
Una pareja mayor me mira horrorizada, al verme salir entre las olas.
Pero se calman al ver mi sonrisa de oreja a oreja.
Y es que hoy he vencido al miedo.
Sólo así podré cruzar el Estrecho.
Sólo así podré ayudar a mi hijo.
Sólo así podre cambiar el mundo para hacerle un hueco amable a estos chicos.
Y pienso: menos mal que no ha venido ninguno de los compañeros, si no , no hubiera podido luchar contra mi miedo.
Javier Herrera
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